En este artículo, comentaremos las actividades de algunos amigos de nuestro barrio y en este espacio incluiremos un cuento de Enrique Muñoz Abarca (Kiko cejilla para algunos); este cuento titulado "Electrodomésticos" es uno más de la obra completa "Memorias inventadas".
Se ve que este muchacho era también del barrio, vivía en Juan Espejo (Pueblo Hundido para nosotros) y decía que es digno del barrio, sobre todo para contar mentiras, anécdotas y muchas cosas más.
Los dejo con Kiko y su cuento...
Prehuntar pa saber y escuchar pa aprender. El que es tonto der'emate que se vaya a tomar mate, que es medicina casera pa curarse la lesera...
ELECTRODOMÉSTICOS.
El “sueño americano”, largamente acariciado por los nativos de estas latitudes, empezaba a producir un rebalse interno y el país del norte nos enviaba la primera partida de electrodomésticos. El cine por su lado, había contribuido mostrando en forma clara e ideal, un estilo de vida limpio, hermoso y aséptico, donde todas las enojosas y vulgares exigencias cotidianas domésticas estaban resueltas por máquinas maravillosas, mientras por estos lados seguíamos dándole a la artesa y a la escobilla, al chancho para el brillo del piso, a la pierna para la virutilla y al estropajo para la loza. En cambio Doris Day cantaba lánguidas canciones con la batidora eléctrica en la mano, bajo la mirada hambrienta de esta ¿machote? que fue Rock Hudson…
Y llegaron las primeras maquinarias.
En apariencia eran iguales a las de las películas, pero la realidad mostró después algo muy distinto. Seguramente los gringos tenían un sobre stock con los primeros prototipos, ya superados en eficiencia. Además un mercado ya saturado. Pero nosotros no lo sabíamos y los gringos, en cambio, lo tenían muy claro. Y existía por acá un gran mercado potencial, mientras los gringos querían vender. Uno más uno son dos…
Nuestros padres, recién jubilados y desahucio en mano, e impelidos por sus respectivas cónyuges, las compraron todas. Se esperaba, ingenuamente, solucionar la rutina doméstica. La verdad es que no se solucionó nada, sino que se crearon verdaderos problemas.
“¡Listo - dijo mi padre con un bulto gigante sobre su cabeza-, aquí está la enceradora!”.
Nos abalanzamos excitadísimos sobre la caja misteriosa y empezamos el desempaque. El artefacto principal era, claro, la máquina misma, más otra caja del mismo volumen con los accesorios.
Partimos por la enceradora. Mi padre se informó en el catálogo, hizo las conexiones de rigor y la puso en funcionamiento. ¡Maravilloso!. El mecanismo rugía cual fiera desatada y exigía un gran esfuerzo para controlarlo en su intento de escape. La alegría fue efímera, porque a las pocas horas de uso, la fiera perdió empuje y finalmente ya no era tal. Había un pequeño detalle: el motor no tenía la potencia necesaria para mover su propio peso, más la carrocería metálica. Era, en otras palabras, un camión blindado con motor de citroneta. Mi padre procedió a cambiar los carbones, pero el nuevo aire de la transfusión fue aún más breve. Se notaba un cansancio acumulativo.
“Bueno - se conformó mi madre -, total siempre hemos usado el chancho para sacar brillo y hace bien como ejercicio para los brazos…”.
Por mi parte, ya le había “echado el ojo” al motor para un esmeril o para un engendro vehículo que se me estaba ocurriendo en ese instante, con un largo enchufe, para correr por la cuadra.
Pero si la aspiradora misma había sido un fracaso, había que intentar por el lado de los accesorios…
“Aquí si que hay algo interesante - apuntó mi madre- esto sí que va a ahorrar esfuerzo!”.
Se refería a las rodelas de virutilla. Según el catálogo, sólo había que reemplazarlas por las escobillas y obtener un virutillado perfecto. Pero no se mencionaba nada sobre el estado que debía tener el piso y nuestra casa, próxima a la centuria, no ofrecía las mejores condiciones al respecto. Se echó a andar el artificio e inmediatamente se produjo el desastre. La virutilla se enredó en la primera astilla que le salió al paso y rajó la tabla a todo el largo de la pieza. Y no fue todo. El aparato luciferino siguió funcionando, dando brincos con la tabla enredada y hubo que cortar la luz para protegernos de un decapitamiento.
Mi madre se conformó nuevamente pensando que el virutillado es un ejercicio inmejorable para las piernas.
Pasamos al secador de pelo…
“Vamos a ver si esta cagada funciona - pensó mi padre en voz alta y ya un poco amostazado”-.
Se trataba de desconectar la bolsa para el polvo y reemplazarla por una manguera que terminaba en una boquilla extraña y aprovechar el aire que generaba la máquina pasándolo por una resistencia. El tal “aire” no fue más que una una nube de pelusas y la resistencia estaba excedida. Al poco rato el mango se empezó a fundir y vino el cortocircuito de rigor. En medio de la oscuridad y la tormenta de polvo, mi madre comentó que los secadores malogran el pelo y que los inviernos están cada vez más cortos…
Por mi parte, ya no sólo pensaba en el vehículo sino en usar la manguera y la boquilla para un traje complementario de Flash Gordon y me solazaba con el fracaso electrodoméstico.
Pero no era todo, no señor. Si se trataba de limpiar murallas y pulverizar insecticida, también estaba el implemento apropiado: otra larga manguera terminada en una frasco a guisa de pulverizador. Resultado: un chorro de agua con insecticida, las murallas todas manchadas y mi padre casi electrocutado, porque la manguera se mojó e hizo puente. Lo salvó el cortocircuito.
“Para evitar los bichos, no más hay que pintar todos los años- dijo mi madre, aprovechando de pasar su avisito”-
A mi me cayó entre manos otro implemento para el disfraz de Flash Gordon, más la autorización para cachurear el resto de los accesorios porque nadie estaba dispuesto a seguir experimentando y porque en ese mismo instante venían a dejar la nueva máquina lavadora.
Pero eso ya es otra historia…
Y se acabó el cuento, y se lo llevó el viento, pa que más tarde de uno se puea tener un ciento.