A muchos de mis amigos y vecinos, les he manifestado que pueden enviarme textos, para incluirlos en la página del blog, afortunadamente estos "llamados" surten efecto y he aquí un escrito de un amigo, periodista joven, que nos envía su relación con los barrios de su infancia. Los dejo con Jose Antonio Lizana A.
Mi infancia en el Barrio San Eugenio y sobre Ferroviarios.
Jose Antonio Lizana A.
Mi primer grito no fue de gol, pero me imagino que fue algo bien parecido.
Nací el lunes 11 de abril de 1977 a las 9:45, en el Hospital San Juan de Dios de Santiago. Fui criado en el seno de un hogar humilde, con escasísimos bienes materiales, pero con abundancia de espíritu y amor. Mi padre era obrero ferroviario y mi madre se dedicó abnegadamente a los hijos y también a los quehaceres de la casa.
Mi hermana Pamela me cuenta que hasta mi año y medio vivimos en la calle Bascuñán, al lado de las Broncerías Chile, en el barrio Blanco Encalada. Luego nos cambiamos a la calle Antofagasta, precisamente en el número 3045, en la casa 4 del barrio San Eugenio. Mi casa estaba a cinco cuadras de la Maestranza de Ferrocarriles y del Estadio de Ferroviarios “Hugo Arqueros Rodríguez”. Era un pasaje largo y angosto, donde hice mis primeros amigos y donde di mis primeros chutes.
Con mis vecinos Panchito y Marcelo les hacíamos tremendas pichangas a los cabros del Mando Mando y del Saca Pica. También jugábamos con otros muchachos del barrio y de las poblaciones más cercanas como la Arauco y la Fresia. La angostura del campo de juego, obligaba a jugar de a tres por lado. El “3045” era un recinto inexpugnable y casi nadie salía con el triunfo desde nuestro refugio. Convengamos en que la estrechez del pasaje nos daba ciertas ventajas, como hacer autopases con las murallas y marcarles muchos goles a nuestros contrincantes. Un toque a la pared era como pasársela a Garrincha o a Lucho Pérez.
En el arco el Pancho era portentoso y no entraba ni siquiera el viento. Le vi atajadas y voladas memorables, dignas del “Cóndor” Rojas, del Pato Toledo o del “Súperman” Vargas. También le vi unos conatos al estilo Juan “Candonga” Carreño. Marcelo, en la defensa, era el típico larguirucho malo para la pelota pero muy útil atrás. A lo Don Elías, el jugador pasaba pero no la pelota; mejor dicho, los jugadores no se atrevían a pasar porque este cristiano calzaba 41, y una patadita de esas nadie la quería de regalo. Pancho y Marcelo eran hermanos, sin embargo, en la cancha a veces esto se les olvidaba.
Como buen zurdo, a mí me tocaba la creación del fútbol y los goles. A lo Edgard Davis, nunca me sacaba los anteojos para jugar y en los cabezazos sufría porque se me caían o los cabros mal intencionados me los sacaban. Hartas veces tuve que aguantarme el reto de mi madre por los lentes rotos y por su inacabable ida a la óptica a repararlos. Finalmente me los parchaba con cinta adhesiva cada vez que llegaba con ellos destrozados. Cuando mi mamá me llamaba a tomar onces, el partido se tenía que suspender por algunos minutos. Si íbamos perdiendo me daba rabia, y si íbamos ganando trataba de hacer tiempo. En un acto máximo de fair play y algo más calmado, invitaba a los rivales a sentarse a la mesa a tomarse un tecito y a comerse un rico pan con tomate.
Con la guata llena seguíamos jugando hasta que oscurecía y no parábamos hasta que el marcador al menos indicara unos 50 goles para un lado y unos 40 para el otro. Me acostaba cansado y abrazado a la pelota. Mis ídolos eran Diego Armando Maradona y Jorge Aravena. El “Pelusa” por sus regates endemoniados y por esa zurda mágica, y el “Mortero” por esa pegada imposible que dejó a los uruguayos calladitos en el Nacional en 1985.
Cuando no pateábamos una pelota, con mis amigos jugábamos con las láminas de los álbumes de fútbol. En una cancha de cholguán de esas de los taca-taca, distribuíamos a las figuras del balompié que Salo inmortalizaba.
La “Copa Naranja” que organizamos con el Pancho y Marcelo, enfrentó a los “monitos” de Cobreloa campeón de Chile con Holanda campeón de Europa en 1988. El resultado fue un 5 a 4 a favor de Cobreloa con goles de Juan Covarrubias, Marcelo Trobbianni, Jorge “Pindinga” Muñoz y Jorge “Chicho” García. Para los cromos tulipanes anotaron Ruud Gullit, Marco van Basten, Frank Rijkaard y Ronald Koeman.
Los domingos por la mañana eran religiosos, uno porque no me perdía la misa de las diez y media en la Basílica del Perpetuo Socorro, en Blanco Encalada con Conferencia, y dos porque de vuelta me iba corriendo al Estadio de San Eugenio para ir a ver a Ferroviarios con mi papá. Mi viejo era más entusiasta que otro poco y, después de finalizar sus labores en la maestranza, se reunía con algunos colegas para ir a hermosear el estadio. En la base de una escalera de tijeras, se encaramaba para colocar las luces fluorescentes en los accesos del recinto. Las lámparas salían de su bolsillo y su remuneración era el triunfo del domingo. Un altavoz que hizo de latas y que pintó con los colores del equipo, le servía para alentar a los colegas de la barra. El “efe con e” que salía de su boca se escuchaba en todo el estadio y contagiaba hasta al más inocuo simpatizante de la institución.
Cuando jugábamos de visita, salíamos en caravana desde San Eugenio a las distintas localidades. El trayecto era pura camaradería y el Ferrito en la cancha siempre le hacía collera como forastero a Chiprodal de Graneros, Luis Matte Larraín de Peñalolén, Enrique Guzmán de Rengo y a Municipal de Curacaví. En esos tantos viajes, también fortalecí la relación que tuve con mi progenitor. La confección de las banderas estaba a cargo de las esposas de los ferroviarios, quienes zurcían los paños amarillos y negros que después enarbolábamos en el estadio. El picado de papel era un trabajo menor y de eso nos encargábamos los hijos de los obreros.
La salida a la cancha del equipo era una fiesta y para eso había que estar preparado.
En 1991 Ferroviarios animaba el campeonato de Cuarta División y entre sus filas destacaba el “Guatón” Pérez, el “Ciego” Negrete, el “Negro” Martínez y Bucarey. En la banca estaba el profesor Francisco Graells, un estratego de gran trayectoria y de muy buen trato con el hincha. La cancha del “Ferro” se repletaba cada fin de semana, es decir, lo que iba quedando del estadio que se quemó allá por la década de los ’70. Era un orgullo saber que en esos pastos jugaron Pelé y los mundialistas del ’62: Carlos “Pluto” Contreras, Luis “Fifo” Eyzaguirre y Leonel Sánchez.
En todos los partidos, y a modo de cábala, me ubicaba en la parte más alta de la galería que daba a la calle Rondizzoni y desde ahí miraba a mi papá y lo seguía con sus cánticos: “¡Vamos, vamos tiznados, que esta tarde tenemos que ganar!”. Desde ahí sufrí con el último partido de la temporada 1991 y el empate a 3 con Chipodral de Graneros, después de ir ganándoles por 3 a 0 en el primer tiempo. El título se fue por la borda, cuando el “Guatón” Pérez desperdició el penal que nos daba el triunfo por 4 a 3 y el título de campeón. Dicen que el robusto mediocampista se vendió por unos cochinos pesos y por unas cuantas botellas de whisky. Me acuerdo que por algunos días el “10” no pudo salir de su pieza que estaba al frente del estadio.
Ese mismo año en que Colo-Colo se coronó campeón de la Copa Libertadores de América, se anunció un partido de los albos con Ferroviarios en San Eugenio. Había mucha expectación y en la calle los letreros se fueron multiplicando en los postes de luz y en las paredes. Sin embargo, por la extenuante agenda del Cacique este pleito se trasladó a enero de 1992 en el Estadio Monumental. Ferro cayó por goleada, pero el recuerdo y la anécdota quedaron para siempre.
Estudié la secundaria en el Liceo Darío Salas, que está ubicado en Avda. España con Gay, y para todos los peloteros del establecimiento era un orgullo saber que Carlos Humberto Caszely había estudiado allí. En los aniversarios del Liceo, el sempiterno delantero iba a jugar un partidito de baby fútbol con los alumnos.
Los cuatros años en el Darío me los pasé en el patio jugando a la pelota con el “Churejas” Díaz, el “Topo” García, el “Napo” Rodríguez, el “Ele”, el “Yegua” Benavides y el Bórquez.
Cuando nos fuimos de paseo a Los Vilos a fin de año, también nos la pasamos entre chilenas, taquitos, rabonas yenganches. A los 17 años dejé el barrio San Eugenio para mudarnos con mi familia a la casa propia en Maipú, materialización de los 25 años en los que mi papá trabajó en la Empresa de Ferrocarriles del Estado. En ese mismo año, mi papá jubiló de manera anticipada y se alejó del estadio. Mis estudios y los pololeos también me distanciaron del Ferroviarios. Sin embargo, un viejo amor no se olvida ni se deja y hace unos cuantos años volví a la cancha a gritar por los aurinegros. Esta vez ya no estaba el estadio y mi papá tampoco - See more at:
1 comentario:
grande, un placer leer tu relato y saber que otro hijo de ferroviario y vecino de san eugenio recuerda esos tiempos idos. un abrazo
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